Jean Dubuffet

Posiciones Anticulturales

Parece como si en el terreno del arte -como en to­dos los demás - se produjera en este momento un serio cambio en la orientación de numerosos espíritus.
Ciertos valores tenidos durante largo tiempo por fir­mes e indiscutibles comienzan a parecer dudosos para no decir totalmente falsos; otros valores que se descuidaban o hasta se consideraban despreciables se revelan de repen­te entre los más preciosos. Sin duda, ello obedece en gran parte al mejor conocimiento que desde hace una cincuen­tena de años tenemos de las civilizaciones llamadas pri­mitivas y de sus propios modos de pensar. Sus produc­ciones artísticas han desconcertado y preocupado mucho al público de Occidente.
Comenzamos a preguntarnos si nuestro Occidente no debe aprender de esos salvajes. A lo mejor en muchos terrenos sus soluciones y sus vías, que se nos antojaron tan simplistas, son finalmente más sagaces que las nues­tras. Pudiera ser que en fin de cuentas las simplistas fue­ran las nuestras. Pudiera ser que el refinamiento, la cere­bralidad, la profundidad, estuvieran de su parte y no de la nuestra.
En lo que me concierne, tengo en alta estima los va­lores del salvajismo: instinto, pasión, capricho, violencia, delirio. No pretendo ni mucho menos que, nuestro Occi­dente carezca de dichos valores; al contrario, pero los va­lores ensalzados por nuestra cultura no me parecen co­rresponder al verdadero movimiento de nuestro pensa­miento. Nuestra cultura es un ropaje que no nos sienta bien, que en cualquier caso ya no nos sienta. Esa cultura se parece a una lengua muerta que nada tiene de común con el lenguaje de la calle. Es cada vez más extraña a nuestra vida real. Está confinada en unas camarillas muer­tas, como una cultura de mandarines. Ya no tiene raíces vivas.
Aspiro a un arte que esté conectado directamente con nuestra vida corriente; un arte que arranque de esa vida corriente, que pertenezca a nuestra existencia real y sea la emanación inmediata de nuestros verdaderos humores.
Deseo concretar ciertos extremos sobre los cuales no estoy de acuerdo con nuestra cultura.
Uno de los principales aspectos del humor del Occi­dente consiste en atribuirle al ser humano una naturaleza muy distinta a la de los demás seres. No cabe asimilarlo ni compararlo en lo más mínimo a unos elementos como el viento, el árbol o el río, a no ser en broma o figura poética.
Occidente siente un gran desprecio por el árbol y el río. Detesta parecérseles. Por el contrario, el «primitivo» ama y admira el árbol y el río; le agrada mucho parecerse a ellos. Cree en una similitud real entre el hombre, el árbol y el río. Tiene un sentido muy hondo de la conti­nuidad de todas las cosas y especialmente de la que va del hombre al resto del mundo. Esas sociedades «primi­tivas» sienten seguramente un respeto mucho mayor que el occidental hacia todos los seres del mundo. No con­templan el hombre como el amo de todos ellos, sino úni­camente como uno de ellos.
El occidental cree que su pensamiento está capacita­do para tener un perfecto conocimiento de las cosas. Está persuadido que el paso con el que anda el mundo es el mismo que el de su razonamiento. Está convencido que las normas de su razón y especialmente las de su lógica están bien asentadas.
El «primitivo» tiene mayormente un sentimiento de debilidad en cuanto a la razón y la lógica se refiere y confía más buenamente en otras vías para conocer las cosas.
Por eso mismo siente tanta estima y admiración por los estados espirituales que llamamos delirios. Debo con­fesar que los delirios me inspiran el más vivo interés. Estoy persuadido que el arte tiene mucho que ver con los delirios.
Seguidamente, quiero hablar del gran respeto que la cultura occidental siente por las ideas elaboradas. Las ideas elaboradas no parecen ser la mejor parte de la fun­ción humana. Se me antojan más bien como un debilita­do grado del proceso mental: un plano en el que los me­canismos mentales llegan empobrecidos, una especie de corteza externa debida al enfriamiento.
Las ideas son como el vapor, que se convierte en agua al tocar el plano de la razón y la lógica.
No creo que lo mejor de la función mental se sitúe en ese nivel de las ideas. No es a ese nivel que me inte­resa. Aspiro más bien a captar el pensamiento en un pun­to de su desarrollo que precede ese nivel de las ideas elaboradas.
Todo el arte, toda la literatura y toda la filosofía de Occidente se ejercen en ese nivel de las ideas elaboradas. Mi propio arte, mi propia filosofía, provienen enteramen­te de unos niveles más subyacentes. Intento captar el mo­vimiento mental en el punto de sus raíces más reculado posible, allí donde, estoy seguro, la savia es mucho más rica.
La cultura de Occidente está encariñada con el aná­lisis y me gusta poco el análisis, tengo poca confianza en él. Se piensa que todo puede revelarse a través de la de­sarticulación y la disección de todas las partes y el estu­dio ulterior de cada una de ellas.
Mi propio impulso se halla en el lado opuesto. Por el contrario me inclinaría más en bloquear siempre unos conjuntos. Tan pronto como un objeto se disloca aunque no más sea en dos partes, lo considero perdido para mi estudio: me siento más alejado y en ningún caso más cer­ca de él.
Tengo la impresión muy honda de que el inventario de las partes no rinde cuenta en absoluto del todo.
Cuando deseo ver bien una cosa, me inclino a contem­plarla al mismo tiempo con cuanto la rodea. Si deseo conocer ese lápiz que tengo sobre la mesa, no fijo mi mi­rada en el lápiz sino en el centro de la habitación, procu­rando ver, conjuntamente, el mayor número posible de objetos.
Cuando en el campo hay un árbol, no lo transporto a mi laboratorio para examinarlo bajo el microscopio, por­que creo que el viento que sopla sobre las hojas es im­prescindible para conocer el árbol y no puede excluirse de él. Lo mismo diré de los pájaros que están en las ra­mas y de su canto. Mi talante espiritual estriba en agregar siempre más de todo lo que rodea el árbol y de cuanto rodea lo que rodea al árbol.
Me he detenido en ese punto por considerar que esa manera de ser espiritual es un factor importante del as­pecto de mi arte.
El quinto punto es que nuestra cultura se basa en la confianza total que le asignamos al lenguaje (especialmen­te al lenguaje escrito) y en la creencia en su capacidad de traducir y elaborar el pensamiento. Sin embargo, eso me parece un error. El lenguaje me causa el efecto de una taquigrafía tosca, muy grosera; de un sistema de signos algebraicos muy rudimentarios que deterioran el pen­samiento en lugar de servirlo. La palabra, ya más con­creta que el escrito, animada por los timbres y las tona­lidades de la voz, por un poco de tos, algunas muecas, toda una mímica, me parece así mucho más eficaz.
Me parece que el lenguaje escrito es un pésimo ins­trumento de comunicación, sólo ofrece del pensamiento un cadáver: lo que la escoria es al fuego. Y como instru­mento para pensar, entorpece el fluido y lo desvirtúa.
Creo (y en ello estoy de acuerdo con las llamadas ci­vilizaciones primitivas) que la pintura, más concreta que las palabras escritas, es un instrumento mucho más rico que ellas para comunicar el pensamiento y elaborarlo.
He dicho que lo que más me interesa del pensamien­to no es el momento en el que se cristaliza en unas ideas formales, sino sus fases anteriores.
Ruego que vean en mi pintura una tentativa de lengua­je conveniente a esas zonas del pensamiento.
Llego a mi sexto y último punto y deseo referirme a la noción de belleza adoptada por Occidente.
En primer lugar, les diré en qué aspecto mi concepto se aleja del modo usual de ver las cosas.
Generalmente se opina que. hay objetos que son bellos y otros que son feos, personas hermosas y personas feas, lugares hermosos y feos.
Para mí no hay nada de eso. A juicio mío, la belle­za no está en ninguna parte. Considero esa noción de belleza totalmente errónea. Me niego absolutamente a aceptar que existen personas feas y objetos feos.
Me parece consternante y ello me subleva.
Creo que los griegos fueron los inventores de esa idea según la cual unos objetos son más bellos que otros.
El así llamado salvaje no cree en absoluto en todo eso. No entiende lo que quieren decir con su belleza. Y hasta es precisamente la razón que le vale el ser llamado salvaje. Ese nombre reservado para el que no compren­de que hay cosas hermosas y otras feas y no tiene preo­cupaciones de esa índole.
Lo extraño es, que desde hace siglos y más siglos (y hoy más que nunca) el occidental viene discutiendo acer­ca de cuales son las cosas bellas y las feas. Nadie pone en duda que la belleza existe, pero no es posible encon­trar a dos personas que se pongan de acuerdo sobre los objetos que se hacen acreedores a la misma. De un siglo a otro, cambian esos objetos. En cada siglo nuevo, la cultu­ra de Occidente proclama bello lo que se tenía por feo en e1 siglo anterior.
La explicación facilitada a esa incertidumbre es la de que la belleza, aun existiendo ciertamente, se ve sustraída a los ojos de muchas personas. El discernimiento de la belleza necesitaría un sentido especial del que mucha gen­te no estaría dotada.
Asimismo-se considera que es posible desarrollar ese sentido, mediante unos ejercicios y hasta suscitarlo en los individuos que carecen de él. Para eso existen unas es­cuelas.
En dichas escuelas, el profesor expone a sus alumnos que existe ciertamente una belleza de las cosas, pero in­mediatamente ha de agregar que se discute acerca de cua­les están dotadas de ella y que hasta la fecha aún no se ha logrado establecerlo. Invita a sus discípulos a estudiar a su vez el problema y así, el asunto continua pendiente de una generación a otra.
No obstante, esa idea es una de las cosas a las que nuestra cultura asigna más valor. Es costumbre conside­rar esa fe en la existencia de la belleza y el culto que se le rinde, como la justificación capital de la civilización es inseparable de dicha noción de la belleza.
Esa idea de la belleza se me antoja como una flaca y poco ingeniosa invención. Me parece mediocremente exal­tante. Nos afligimos al pensar en las gentes a las que se negaría la belleza por tener la nariz torcida o ser dema­siado gordos o viejos. No consigo encontrar muy excitan­te la idea de que nuestro mundo está formado en su ma­yor parte de objetos y de lugares feos, mientras que los objetos y lugares dotados de belleza serían los más raros y difíciles de encontrar. Me parece que, al abandonar esa idea, Occidente no perdería mucho. Si tomase conciencia de que cualquier objeto del mundo es capaz de constituir para quienquiera que sea una base de fascinación y de iluminación, sería una gran ventaja. Creo que esa idea enriquecería la vida más que la idea griega de la belleza.
¿Qué pasa ahora con el arte? Desde los griegos, la finalidad del arte es supuestamente la invención de las bellas líneas y armonías de colores. Una vez abolida esa noción ¿en qué se convierte el arte?
Se lo voy a decir. Entonces, el arte recobra su auténtica función, mucho más eficiente que la ordenación de las formas y los colores para un supuesto placer de los ojos.
La función de ensamblar unos colores en agradables ordenaciones, no me parece muy noble. Si la pintura con­sistiese en eso, no dedicaría seguramente ni una hora de mi tiempo a esa actividad.
El arte llama al espíritu y no a los ojos. Es bajo ese ángulo cómo siempre lo contemplaron las sociedades «pri­mitivas», y están en lo cierto. El arte es un lenguaje: un instrumento de conocimiento y un instrumento de comu­nicación.
Creo que el entusiasmo de nuestra cultura por la es­critura, al que me referí hace un rato, la llevó a consi­derar la pintura como un lenguaje grosero, rudimentario, apto únicamente para los analfabetos. Luego de lo cual se inventó, para dejarle al arte alguna razón de ser, ese mito de la belleza plástica que, en mi opinión, es una impos­tura.
Ya he dicho y lo repito una vez más, que la pintura es para mí un lenguaje mucho más rico que el de las palabras. Es totalmente ocioso buscarle al arte otras ra­zones de ser.
 La pintura es un lenguaje mucho más inmediato que el de las palabras escritas y, a la vez, mucho más carga­do de significación. Opera con signos que no son abstrac­tos e incorpóreos como las palabras.
Los signos pictóricos están mucho más cercanos de los propios objetos. Además, la pintura manipula unas ma­terias que son a su vez unas sustancias vivas. Por esa razón permite llegar mucho más lejos que las palabras en la aproximación a las cosas y su evocación.
La pintura también puede evocar a discreción -y eso es muy digno de destacar- las cosas más o menos, quiero decir: con más o menos presencia. En todos los grados entre el ser y el no ser.
Finalmente, la pintura puede evocar las cosas, en vez de aisladas, vinculadas con todo lo que las rodea, es de­cir: una gran cantidad de cosas simultáneamente.
Por otro lado, la pintura es un lenguaje mucho más espontáneo y directo que el de las palabras: más cercano al grito, o a la danza. Por eso la pintura es un medio de expresión de nuestras voces interiores muchísimo más efi­caz que el de las palabras.
Se presta, lo he dicho, mucho mejor que las palabras, a traducir el pensamiento en sus distintas fases, incluidos los niveles más bajos (aquellos en los que el pensamiento está cerca de su nacimiento), los niveles subterráneos de los surgimiento mentales.
La pintura tiene sobre el lenguaje de las palabras una doble ventaja. En primer lugar, evoca los objetos con ma­yor fuerza, los aproxima más. En segundo lugar le abre más ampliamente las puertas a la danza interna del espí­ritu del pintor. Esas dos propiedades de la pintura la convierten en un maravilloso instrumento para provocar el pensamiento, o si lo prefieren, la videncia. Es también un instrumento maravilloso para exteriorizar esa vigencia y permitirnos compartirla nosotros mismos con el pintor.
Valiéndose de esos dos medios poderosos, la pintura puede iluminar el mundo con magníficos descubrimientos. Puede dotar al hombre de unos nuevos mitos y nuevas místicas y revelar, en cantidad infinita, los aspectos insos­pechados de las cosas y unos valores que ignorábamos.
Pienso que los artistas tienen con ello una tarea más apasionante que la de fabricar unos ensamblajes de for­mas y colores agradables para los ojos.

Conferencia pronunciada en inglés en el Arts Clubs de Chicago el 20 de diciembre de 1951. En español Jean Dubuffet, Escritos Sobre Arte, Barral Editores, Barcelona 1975.

No hay comentarios:

Publicar un comentario